UNO MÁS
I. El principio del fin
Era una lluviosa y gris mañana de abril, sábado para mas señas, cuando la rutina de la familia Sánchez se vio interrumpida por una llamada que tuvo el efecto de sacar de la cama a Fernando, el cabeza de familia, ante la insistencia la persona que estuviese al otro lado del hilo telefónico.
Por descontado, con tanto jaleo, su mujer Carla y el pequeño Luís acabaron por despertar, ambos maldiciendo para sí mismos al inoportuno que no parecía tener mejor pasatiempo que buscar gente con la que darle al palique a las 8 de la mañana, siendo fin de semana para más inri.
Al ver que la conversación se prolongaba y notar el repentino tono de preocupación que había adquirido la voz de su marido, Carla decidió levantarse a ver qué ocurría y fue entonces cuando vio que la cara de Fernando no presentaba tampoco un aspecto muy saludable.
- ¿Qué ocurre, cariño?
- Han llamado de la residencia. Es por mi padre. Ahora mismo lo llevan para el hospital. Se está muriendo. No creen que dure más de un día.
- Pues vamos para allá. Voy a decirle al niño que se vista. Su abuelo querrá verle una última vez.
En efecto, Ernesto Sánchez, padre de Fernando, no tenía lo que se dice una salud de hierro. Hace tan sólo dos años los médicos le habían diagnosticado cáncer de colon, pero ya era demasiado tarde para frenarlo, pues la enfermedad había ido extendiéndose silenciosamente por su cuerpo. Como su mujer falleció hace tan solo un año, ya ni siquiera podía contar con su compañía y sus atenciones.
Sólo existían dos opciones: O ser cuidado por su hijo y su nuera o ir a una residencia.
Tras una temporada de discusiones entre marido y mujer, que a poco les cuesta su relación, se decidió que no era adecuado para Luís, que a la tierna edad de 6 años tuviese que convivir con la decadencia irrefrenable de una persona que pasaba el día sufriendo terribles dolores difíciles de sobrellevar con entereza.
Así pues, ingresaron a Ernesto en una buena residencia privada, que les costaba no pocos esfuerzos económicos, pero de la que al menos tenían buenas referencias.
Allí, el anciano de 68 años, pasaba día tras día viendo como la vida se escapaba entre sus dedos a pasos de gigante mientras esperaba a que le llegase el sueño eterno.
Estando los tres miembros de la familia en el coche, ya de camino al hospital donde el moribundo yacía agonizante, el ambiente estaba cargado de tristeza y un silencio de lo más incómodo. Fue Luís quien se encargo de romperlo. Quizás sólo tuviese seis años y muchas de las cosas del mundo de los adultos escapaban a su comprensión, pero desde luego era lo suficientemente avispado como para saber que algo no iba bien.
- ¿A dónde me vais a llevar?
- Vamos a ver a tu abuelo, Luisito. -Dijo Carla-.
- ¿Pero por qué ahora? ¿No podríamos ir más tarde? Aún tengo sueño y quería dormir más.
- Hijo, tu abuelo está muy malo y quizás hoy sea el último día que puedas verle, así que haz el favor de no cuestionar lo que hacemos. –Esta vez fue su padre quién respondió de forma tajante, nervioso y desbordado por la situación-
- ¿Se va a morir? –Dijo la criatura haciendo gala de esa inocente y cruda crueldad no intencionada de la que solo los niños son capaces.
- Es posible. –Respondió la madre de la forma más seca posible para cortar la incomoda conversación.
Y así continuó el resto del trayecto, durante el que nadie volvió a pronunciar palabra.
II. Una breve visita
Por fin entraron al hospital donde les aguardaba la que posiblemente sería la última visita al anciano, y por eso mismo el reencuentro podía calificarse de cualquier cosa menos de alegre. El interior del edificio era un continuo vaivén de camillas con enfermos, gente en silla de ruedas, caras tristes, llantos, personal sanitario que iba de un lado a otro sin parecer darse cuenta de la llegada de nueva gente y ese característico olor a enfermedad y muerte que resulta indisociable de uno de estos lugares.
Fernando pidió a su mujer y a su hijo que esperasen un momento mientras él iba a preguntar por su padre. La mujer que le atendió consultó con rapidez y eficiencia la base de datos de los pacientes y pronto le dijo dónde encontrar a su padre, tras lo cuál llamó a una simpática y amable enfermera en prácticas para que les condujese hasta la habitación. Cuando llegaron frente a la puerta, dieron las gracias a la joven y se mentalizaron para no retrasar lo inevitable y entrar al interior.
Allí estaba Ernesto sobre la camilla, dentro de una habitación que resultó ser individual – tanto Carla como Fernando dedujeron que era así para que tuviese una muerte tranquila y de paso para que otros pacientes en mejores condiciones no se viesen inquietados – y desde luego, no era más que una sombra de lo que hasta hace unos pocos años era ese hombre. Parecía estar en otro mundo, ajeno a lo que le rodeaba, y tardó unos momentos en darse cuenta de que tenía visita.
El pobre diablo sufría unos dolores horribles que le hacían sentir estremecimientos en cada una de sus células, pero al ver a su querido nieto, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para evitar gritar.
- Hola viejo, ¿Cómo te encuentras? –Dijo Fernando en tono afectivo, conteniendo las lágrimas.
- He visto días mejores. – Respondió el viejo con tristeza y dolor contenidos, mientras dirigía una mirada penetrante a su hijo.
Sus miradas se cruzaron y ambos supieron que no hacían falta más palabras.
- Hola, renacuajo (así llamaba cariñosamente a Luís). Cómo has crecido, campeón. Acércate por favor.
El niño se acercó con una sensación mezcla de miedo y preocupación.
- Hola abuelo. ¿Te vas a poner bien, verdad? – Ahora era Luís quien luchaba por contener las lagrimillas que sentía brotar en sus ojos a pesar de saber por qué se sentía así—
- Ya es tarde para mí, pero no te preocupes, el mundo no se acaba. Con que me prometas que no te olvidarás de mí me basta.
Carla se acercó y tras dar un beso en la frente al anciano, le saludó y cogió a su hijo de la mano.
- Cielo, vuelve a casa con el niño y descansad, no es bueno que alguien de su edad se pase el día en un ambiente como este – Pidió Fernando a su mujer lanzándola una mirada significativa.
Tras las despedidas pertinentes, ambos regresaron a su casa, dejándoles a solas a padre e hijo.
III. Conversación con Dios
Fernando pasó el resto del día encerrado en esa habitación con su padre, sabedor de que debía de aprovechar al máximo las que posiblemente eran las últimas horas con él. Hacía un buen rato que el sonido de las palabras había desaparecido de allí, tanto porque no quedaba mucho más que decir como porque el anciano estaba agotado.
Eran las 10 de la noche cuando pensó en bajar a la cafetería a tomar algo, porque necesitaba un descanso. Las sillas de los hospitales no son el colmo de la comodidad y qué diablos, ver agonizar a tu propio padre no es nada agradable, así que decidió concederse 15 minutos de relax y aprovechar de paso para hablar con su mujer y su hijo, de los que no sabía nada desde que regresaron a casa. La decisión le costó una vida de lamentos por haber dejado a su viejo sólo, porque esa fue la última vez que le vio con los ojos abiertos.
Ernesto sentía que se estaba desvaneciendo entre tanto dolor y ya no le quedaban ganas de seguir luchando un solo segundo más. Su hora había llegado y él tenía la absoluta certeza de que era así. Hizo un último esfuerzo para pronunciar el nombre de su hijo, de su nieto y de su nuera, porque tenía miedo y no quería estar sólo, pero las palabras murieron en sus labios. Qué más da, pensó. Al fin y al cabo por fin podré reunirme con mi mujer y con Dios. Las tinieblas lo envolvieron todo.
Ya no era consciente del tiempo ni del espacio, sólo había oscuridad y desesperación, tristeza por dejar este mundo y a sus seres queridos, miedo a lo desconocido. Se encomendó al Señor, pues era una persona creyente.
En medio de ese torbellino mental lo maldijo por no acudir a él cuando más lo necesitaba y comenzó a dudar. ¿Qué ocurriría si Él no existe? ¿Habría desperdiciado horas de su vida adorando a una quimera para que después de todo este fuese el fin? No quería, no podía asumir eso.
Entonces contempló una presencia de aspecto humano aunque algo borrosa, a pesar de que sabía que había cerrado los ojos.
- ¿Quién eres? – Preguntó asustado Ernesto.
- Algunos, me llaman Dios, otros Alá. Me llaman de mil formas, pero ninguna de ellas es mi nombre.
- ¿Entonces, cuál es? – Dijo el viejo sintiendo curiosidad, confusión y miedo.
- ¿A caso tienes tan mala memoria que no recuerdas tu nombre ni la imagen que te devolvía el espejo? – Preguntó el desconocido.
La conversación tuvo lugar en el pensamiento, no con palabras, pues hacía un buen rato que el anciano perdió el conocimiento. Esa voz resonaba en su mente con gran claridad.
Entonces comprendió. Había dedicado parte de su tiempo a vivir esa farsa colectiva que llaman religión. Se dejó seducir por la promesa de la vida eterna y disfrutó cometiendo errores y desentendiéndose de las consecuencias mientras limpiaba su conciencia pidiendo perdón a un representante de la autoridad divina como hacían millones de personas en el mundo. Ahora podría resarcir a los gusanos por sus errores, dejando que continúe el ciclo vital.
IV. Tres días después
La iglesia estaba atestada de gente. Por todas partes había familiares o amigos dirigiéndoles palabras de consuelo a Fernando y a Carla. Luís estaba ajeno a todo, pensativo y triste. No podía creer que su abuelo hubiese desaparecido así sin más, porque al fin y al cabo siempre pensó que seguiría ahí siempre, pero la cruel realidad se le mostró de golpe.
El rechoncho cura ofició la misa por el difunto como si fuera un autómata cumpliendo la misión para la que fue creado, sin consultar textos, sin pausas, sin emociones, pero la gente prestaba gran atención a cada palabra suya. Luego vinieron los cánticos litúrgicos, las réplicas al cura que los presentes habían memorizado a la perfección alguna vez durante su niñez, y entonces todas las almas se hicieron una mientras el eco de la música resonaba en aquel edificio.
El pequeño nunca pensó en la muerte porque lo veía como algo muy lejano, no sólo para él, si no también para sus seres queridos. Con la desafortunada muerte de su abuelo comenzó a plantearse preguntas demasiado complejas, sobre todo para un niño de seis años. Ahora estaba allí rodeado de toda esa gente y toda la parafernalia que rodeaba a la celebración y, aunque tampoco se planteó si creía, dadas las circunstancias también le dio vueltas al asunto. Desde luego no sacó conclusiones muy profundas, pero en cambio sí que descubrió que allí se sentía a gusto, protegido por algo indefinible y el miedo no le abrumaba ya tanto. Entonces, siguiendo el ejemplo de los demás, se puso de rodillas mirando hacia la cruz y se santiguó, y es que, mientras exista un solo ser humano, existirá el miedo a estar sólo y a morir, y Dios seguirá en los cielos.